La falibilidad de la ciencia
Eco analiza la relación entre el poder innovador de la ciencia, en lucha constante contra los prejuicios, versus la necesidad de construir paradigmas donde los datos científicos adquieran un significado. Cuánto hay que conservar sin por ello perder la capacidad de innovar, esa es la cuestión.
domingo, 20 de junio de 2010
Un artículo reciente en el periódico italiano Corriere della Sera discutía la naturaleza de la investigación científica. El escritor Angelo Panebianco argumentaba que la ciencia es, por definición, antidogmática, ya que procede por el experimento y el error y está basada en el principio de la falibilidad, la cual sostiene que el conocimiento humano nunca es absoluto y se encuentra en flujo constante.
La ciencia sólo se torna dogmática, asegura Panebianco, en el contexto de ciertas simplificaciones periodísticas que transforman lo que habían sido hipótesis prudentes en “verdades” establecidas.
La ciencia, empero, también corre el riesgo de hacerse dogmática cuando deja de cuestionar el paradigma aceptado de una cultura o edad particulares. Sea que sus ideas estén basadas en las de Darwin, Einstein o Copérnico, todos los científicos siguen un paradigma para eliminar teorías que surgen fuera de sus órbitas, como la creencia de que el Sol gira en torno a la Tierra.
¿Cómo podemos conciliar la dependencia de la comunidad científica en los paradigmas con el hecho de que la innovación real ocurre sólo cuando alguien logra crear dudas sobre las ideas dominantes de la época?
¿Acaso la ciencia no se está comportando dogmáticamente cuando se atrinchera tras los muros de un paradigma favorecido con el fin de defender su poder, y califica de herejes a quienes desafían su autoridad?
La pregunta reviste importancia. ¿Deben ser siempre defendidos o cuestionados los paradigmas?
Una cultura (entendida como un sistema de costumbres y creencias heredadas que son compartidas por un grupo específico) no es meramente una acumulación de datos; es también el resultado de la filtración de datos. Cualquier cultura dada es capaz de deshacerse de lo que no encuentra útil o necesario; la historia de la civilización está construida sobre información que ha sido enterrada y olvidada.
En su cuento corto de 1942, “Funes el memorioso”, Jorge Luis Borges nos habla de una persona que recuerda todo: cada hoja de cada árbol, cada ráfaga de viento, cada oración, cada palabra. Por esta misma razón, sin embargo, Funes es un idiota completo, un hombre inmovilizado por su incapacidad de seleccionar y descartar.
Nosotros dependemos de nuestro subconsciente para olvidar. Si tenemos un problema, siempre podemos ir con un psicoanalista para recuperar cualesquiera recuerdos que habíamos descartado por error. Afortunadamente, el resto de ellos han sido eliminados. Un alma es la continuidad de esta memoria selectiva. Si todos tuviéramos un alma como la de Funes, careceríamos de ella.
Una cultura opera en la misma forma. Sus paradigmas, que están hechos tanto de las cosas que hemos preservado como de nuestros tabúes relativos a lo que hemos descartado, son el resultado de la compartimentación de estas enciclopedias personales. Es con el trasfondo de esta enciclopedia colectiva como sostenemos nuestros debates.
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